Reconstruir
el sueño americano??
¿Cómo pudo
ocurrir que, como candidato del Partido Republicano, ganara las elecciones de
los Estados Unidos un personaje como Donald Trump?
Un empresario
inmobiliario, millonario, racista y con una carrera más dedicada al show
televisivo y mediático que a la política, que estrenó sus virtudes como líder
carismático durante esta campaña política por la presidencia, o sea, un recién
llegado.
La prensa
mundial no ahorró epítetos a la hora de señalarlo como un candidato sin futuro,
a quien presentaron como, “hombre de negocios deslenguado y fanfarrón, con una
tendencia irrefrenable al insulto y un mensaje xenófobo que recoge las
tradiciones más sombrías de la política estadounidense”.
Un candidato
también muy resistido en su propio partido, pero que recibió el respaldo de
facciones republicanas de extrema derecha como el Tea Party y las milicias
cristianas. Incluso llamó a votar por él el Ku Klux Klan, una vieja
organización nazi norteamericana defensora de la supremacía de la raza blanca,
antisemita y anticomunista, que –mientras pudo– se dedicaba a linchar negros.
El triunfo de
Trump sólo se puede explicar comprendiendo qué está pasando con las clases
sociales en Estados Unidos… y en el mundo entero.
La sociedad está dividida en clases con
intereses irreconciliables
La sociedad
bajo el sistema capitalista está dividida entre los patrones (burgueses), que
son los dueños de los medios de producción y de cambio, o sea de las fábricas,
las líneas aéreas, las tierras, las minas, los bancos, etcétera, y los que solo
poseen su fuerza de trabajo para vender a cambio de un salario, los
trabajadores. En el medio quedan otros sectores: los pequeños comerciantes, los
funcionarios, los intelectuales, los profesionales, la burocracia del Estado,
que constituyen la clase media. Aunque algunos de estos alcancen una vida un
poco más privilegiada, siempre están en peligro de perderlo todo y quedar al
margen del sistema, porque los que “cortan el bacalao” son los patrones.
Los intereses
de clase son irreconciliables y por eso hay lucha de clases, que es lo que ha
movido la rueda de la historia. Pero hace mucho tiempo que las organizaciones
políticas, los dirigentes sindicales y de los movimientos sociales que se
proclaman de defensores de los trabajadores y los pobres, no hablan de lucha de
clases, de la violencia que ejerce el capital contra los trabajadores ni de la
violencia y el saqueo imperialista contra los países atrasados. Todos ellos,
apoyados por las iglesias –con el papa Fransisco a la cabeza– hablan de
“diálogo”, de “consenso”, de “gobernabilidad”, de “democracia”, o sea, de
conciliación de clases. Quieren convencernos a los trabajadores de que la lucha
fundamental es democracia y transparencia contra totalitarismo y corrupción.
Pero en la
realidad mucha gente vive en la miseria, porque no puede venderle a nadie su
fuerza de trabajo porque perdieron el empleo o la vivienda y sobreviven de los
planes sociales, o sea, de las limosnas que los gobiernos de los patrones se
ven obligados a conceder para que no explote todo y se vaya al diablo el “clima
de negocios”, que es lo único que les interesa. No estamos hablando sólo de lo
que pasa en Argentina o en América latina. También se vive así en Estados
Unidos. Muchos obreros de las automotrices, de las minas o de las fábricas del
acero, entre otras, pasaron a vivir de las pensiones miserables que no les
alcanzan para sostener ni a su familia ni sus necesidades básicas.
Del otro
lado, están los muy ricos como Donald Trump, los multimillonarios, los
banqueros, los dueños del petróleo, los dueños de los laboratorios
farmacéuticos, etcétera, que –junto a las celebridades de Hollywood, a los
intelectuales o a los CEO de las empresas de tecnología– alinean a la “clase
política” en defensa de sus ganancias mil veces millonarias. Es una sociedad
dividida en clases donde los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez
más pobres: en un polo todo el “glamour”, en el otro polo, toda la miseria.
Esto es el
sistema capitalista-imperialista, que domina la economía mundial, donde los
Estados Unidos es la potencia más importante, con un sector financiero (el
famoso “Wall Street”) que controla el movimiento del capital en todo el
planeta, y un poderío militar más grande que la suma del de todos los otros
países del mundo.
Por esa
razón, porque estamos hablando de la principal potencia imperialista, la
presidencia de los Estados Unidos no solo importa a los trabajadores
norteamericanos, también importa a los trabajadores de todo el mundo.
La economía
es una sola y es mundial, y Estados Unidos influye decisivamente en el curso
que pueda tomar. ¿Cuáles son los cambios que vienen con un presidente como el
empresrio multimillonario Trump? ¿Cuáles serán sus consecuencias para la
economía mundial y para la vida de millones de trabajadores en todo el planeta?
Esa es la pregunta que debemos responder, pero no desde el punto de vista de los
intereses de la bolsa, de las accciones o del valor de las monedas, sino desde
nuestros intereses de clase, nuestros intereses como trabajadores.
La mentira sistemática de los políticos
patronales
En política,
los pueblos han sido siempre víctimas de los engaños de los poderosos. Nosaq
quieren hacer creer, por ejemplo, que el sistema capitalista es el único
posible, que la clase patronal existirá eternamente y que es imprescindible que
a los burgueses les vaya bien para que a los trabajadores también nos vaya
bien. Esta es una mentira colosal: para que a los patrones les vaya bien es
necesario que a los trabajadores nos vaya mal, que nuestros salarios sean cada
vez más bajos y que haya más compañeros desocupados. Para evitar caer en las
trampas de la política debemos aprender a discernir, detrás de todas las
declaraciones y promesas, los intereses de una u otra clase. Así de simple.
Debemos ser
conscientes, entonces, de que el triunfo de Trump es consecuencia de una
situación histórica inusual donde se combinan desde las fuerzas ciegas de la
economía capitalista hasta intereses de clases absolutamente diferentes y
tendencias sociales y políticas opuestas. Las razones que llevaron a Trump a la
presidencia no debemos buscarlas ni en los errores de la campaña del Partido
Demócrata o de su candidata Hillary Clinton, ni en las virtudes de Trump, que
tampoco ganó por sus virtudes personales ni por sus barbaridades contra las
mujeres y los trabajadores inmigrantes (los latinos, en su mayoría mexicanos),
sino a pesar de eso. Si no, no se entiende que millones de mujeres e incluso
muchos latinos hayan votado por él. El acierto de Trump fue postularse
hipócritamente como defensor de los intereses de los sectores sociales más
perjudicados, especialmente de los trabajadores que perdieron sus empleos
porque sus empresas mudaron sus plantas a China o a México y quedaron
desocupados o condenados a trabajar por salarios mucho más bajos.
Los
trabajadores no tenían una opción propia; debían elegir entre una
multimillonaria ligada a Wall Street o este personaje ligado a los negocios
inmobiliarios, que pregona en contra de la globalización pero construye
edificios-torre por todo el mundo. Una parte importante de los trabajadores
optó por alguien por fuera de la elite política tradicional, pero se quedaron
con un empresario que en elecciones anteriores donó millones tanto a los
candidatos demócratas como a los republicanos. A un sector de la clase obrera
norteamericana, no le pareció mal que un empresario administre las finanzas del
Estado lo vieron como un cambio real frente a la opción entre el partido
Demócrata o el Republicano, que vienen turnándose en el poder, pero ambos
hundieron la economía de los trabajadores. En un sentido es un voto castigo a
ambos partidos.
Pero el
discurso de Trump, diferente de todo lo que decían los políticos tradicionales
de elite, es tan mentiroso como el de ellos. Incluso es más mentiroso: se
mostró como defensor de los trabajadores norteamericanos y su riqueza la
construyó gracias a un sistema que le permitió la explotación y esclavización
del trabajo asalariado.
La situación económica mundial es un factor
importante para este cambio
La situación
mundial y en particular de los Estados Unidos está dominada por continuidad de
la crisis de la economía, que se inició en 2008 con el estallido de la burbuja
financiera. Esa crisis sigue hasta hoy y no ha dejado de influir y de
perjudicar la producción industrial y el comercio: “En los últimos (cinco)
años, el 90% de los ingresos totales de las empresas más grandes de Estados
Unidos han ido para recomprar acciones y dividendos. No se está invirtiendo. No
se están construyendo nuevas fábricas. No se está empleando a más personas”.
Sólo ha
crecido el sector financiero o sea el sector ligado a la Bolsa, a los bancos y
a la especulación. Mientras tanto, desde 2008 los salarios han disminuido de
manera constante, especialmente para el 25% de los asalariados más bajos en la
escala. La gran recesión o depresión producida por el estallido financiero del
2008 del sistema capitalista-imperialista ha arruinado la vida de millones de
personas en el mundo porque perdieron su trabajo o su vivienda –por la
incapacidad de pagar el alquiler o la hipoteca– y por los recortes de los
gobiernos en los servicios sociales y públicos. Seguramente la situación
anterior a la crisis no se volverá a recuperar, y eso lo saben los jóvenes que
no tienen oportunidades de acceso a su primer empleo ni a una mejor educación.
Para la clase
obrera norteamericana las penurias no comenzaron en 2008, sino que se
profundizaron de forma terrible. Una de las grandes automotrices, General
Motors planeó ciento de miles de despidos que fue ejecutando con la connivencia
de la dirección del sindicato (UAW United Auto Workers) desde fines de los años
noventa. Política de despidos que no frenó: en noviembre de 2016, unos días
después del triunfo electoral de Trump, GM anunció que estaría eliminando el
tercer turno de una fábrica en Lansing, Michigan y otro en Lordstown, Ohio, que
significan la pérdida de 2.000 puestos de trabajo permanentes más.
Estos últimos
ocho años gobernó el Partido Demócrata. Barack Obama, el primer presidente de
color en la historia del país, no resolvió los problemas más graves de la
población trabajadora; sus medidas como la reforma migratoria o el plan de
salud no significaron más que el maquillaje y cosmética de un plan de
austeridad y de recorte de beneficios y de puestos de trabajo.
La situación
social, donde en la “tierra de las oportunidades” conviven la desocupación, los
contratos basura, los salarios bajos, las deudas impagables, los servicios
médicos privados, etcétera, ya había provocado otro hecho inesperado en la
campaña política por la presidencia. Durante las primarias o elecciones
internas del partido Demócrata, surgió un ala izquierda liderada por un senador
de 74 años que se declara socialista, Bernie Sanders, con un programa que,
entre otras propuestas, rescataba las reivindicaciones de los trabajadores peor
pagos: “Fight for $15” (“Lucha por los 15 dólares”), un movimiento por el
salario mínimo primordialmente de trabajadores jóvenes de minorías. Y así, de
la nada y sin el apoyo económico de las grandes corporaciones, Sanders logró 13
millones de votos en las primarias demócratas.
El fenómeno
Sanders, apoyado fundamentalmente en el electorado joven, obligó a la candidata
Hillary Clinton, su contrincante, a girar su discurso hacia la izquierda para
ganarse el voto de los trabajadores de su propio partido que resistían su
candidatura. Por ejemplo, dijo que iba a cambiar su histórica posición a favor
de los acuerdos de libre comercio. Pero muchos no le creyeron y votaron por
Trump.
La crisis de los partidos políticos
En estas
elecciones, Hillary Clinton sacó algunos votos más que Trump a nivel nacional;
sin embargo, perdió la presidencia por el antidemocrático sistema electoral
yanqui. Pero el partido Demócrata también perdió el Senado, la Cámara de
Representantes (diputados), y su posibilidad de influir en el tercer poder, la
Justicia: Trump quedó con las manos libres para poner gente suya hasta en la
Corte Suprema. Los demócratas reflejaron en sus filas la polarización social de
la sociedad norteamericana con dos las alas muy diferenciadas: la de Sanders y
la de Clinton, y el tibio legado de Obama seguramente quedará reducido a
cenizas con el control total de los republicanos en todas las esferas de poder.
El partido
Republicano triunfó a pesar de su crisis y de la implosión sufrida durante la
campaña. Trump, un outsider (recién llegado) de la política y del partido,
derrotó con sus votos a todos los candidatos representantes de alas en las que
se dividió. Las distintas alas en las que está dividido el partido Republicano,
van desde un ala semifascista, religiosa fundamentalista cristiana, hasta la
secta Moon y la Asociación del Rifle. Trump no es representante directo de
ninguna de ellas, pero en su campaña intentó seducirlas a todas, y quizás
también lo haga con sus políticas de gobierno; por ejemplo, con medidas que
persigan a la población negra, a la latina o a la musulmana. Muchos de los
jefazos republicanos, entre ellos incluso algunos que se opusieron a Trump,
integrarán el gobierno del candidato que fue más resistido dentro de sus filas.
Tampoco
Trump, aunque sea empresario, representa de forma directa a un sector patronal
específico, y muchos otros patrones lo han criticado duramente. Mark
Zuckerberg, fundador de Facebook, lo acusó de fomentar una cultura del odio en
Estados Unidos. Jeff Bezos, otro millonario de Silicon Valley, planteó que las
acciones de Donald Trump erosionan la democracia. Michael Bloomberg, ex alcalde
de Nueva York, dijo que si Trump quería manejar la economía del país como
maneja sus negocios, necesitarían a Dios para que los ampare. Meg Whitman, la
CEO de Hewlett Packard, lo comparó con Hitler y Mussolini. El inversionista
Carl Icahn y el multimillonario Warren Buffett están entre los que más
resistieron al actual presidente. En realidad, Trump defiende la explotación
del trabajo asalariado tanto como los otros, solo se diferencian por los medios
para hacerlo mejor y no perder dinero y sin provocar antes de tiempo
enfrentamientos sociales que por el momento puedan evitarse.
Seguramente
los grandes monopolios del petróleo, farmacéuticos y de energía, y sobre todo
el complejo militar (la carrera armamentista y de gastos militares está en
pleno auge en todo el mundo), encontrarán en Trump un aliado indiscutible. Pero
no parece que sus medidas en el terreno económico impidan que se profundice la
brecha que se abrió no solo entre los grandes capitalistas y la clase
trabajadora, sino también dentro mismo de la burguesía norteamericana.
Se abre una nueva situación
Subyace una
crisis política, la crisis de los partidos que históricamente dominaron el
sistema bipartidista norteamericano, que es indicativa de una posible conmoción
social en la potencia imperialista. Una crisis política que se retroalimentó
con una crisis sin salida del sistema económico capitalista y con los fracasos
militares de las invasiones militares en Afganistán e Irak, y los empatanamientos
militares en las guerras de Siria, Libia y Yemen en Oriente Medio, además de
conflictos históricos como el de los palestinos masacrados sistemáticamente por
el estado sionista-nazi de Israel.
Aunque siga
siendo la mayor potencia económica y militar del mundo, Estados Unidos está en
decadencia, y eso se ve en su debilidad manifiesta para seguir siendo el
gendarme mundial indiscutido en que se había convertido después de la caída de
la Unión Soviética. Ahora compiten con él potencias con poder militar como
Rusia y con creciente poder económico como China. Aunque en lo inmediato no va
a producirse una guerra abierta entre ellas, ya se están enfrentando en Oriente
Medio y se han lanzado una acelerada carrera armamentista con nuevos misiles y
nuevas bombas nucleares, que por ahora les sirven para negociar desde
posiciones de fuerza pero más adelante… Quienes creyeron que con la caída de la
URSS había desaparecido el peligro del holocausto nuclear estaban totalmente
equivocados.
La
combinación de la crisis económica, política y militar con la creciente
polarización social constituyeron factores importantes para el triunfo de
Trump. Son fenómenos nuevos que se reflejan en la división de la clase
patronal. No todos los sectores burgueses confluyeron con este candidato y sus
propuestas económicas de mayor proteccionismo y negativa a los acuerdos de
libre comercio, en una palabra, más nacionalismo y menos globalización.
Esta división
por arriba y también el deterioro creciente y sin visos de recuperación de un
sector importante de trabajadores y de sectores medios sin esperanzas de
retornar a los niveles de consumo y de vida de otra época, han constituido las
fuentes objetivas para el nacimiento del fenómeno Trump.
El ascenso de
Obama a la presidencia en 2008 alimentó las expectativas de los trabajadores
hacia un gobierno que podía resolver los graves problemas nacidos por la
crisis. Solo cuando quedó claro que los remedios convencionales no alcanzaban,
creció la decepción para quienes le brindaron su voto de confianza.
Estas
elecciones constituyeron un gran punto de inflexión no solo por la esperanza
que depositan algunos sectores de trabajadores, que seguramente no le darán el
tiempo que tuvo Obama, sino también por la cantidad de conflictos que las
políticas anunciadas en campaña pueden fomentar. Se abre una etapa que empuja
hacia el estallido de luchas obreras, estudiantiles, de la juventud y las
minorías. Y, en el otro polo, hacia la represión violenta contra ellas, hacia
el fascismo. La conciliación de clases está condenada al fracaso.
La
conciliación de clases está condenada al fracaso. Los trabajadores necesitan
organizarse para poder unir sus fuerzas en una lucha a muerte contra el
capital. Parte fundamental de esta tarea es tener claro que el monopolio de la
violencia en manos del Estado burgués, tan ensalzada por los “demócratas” de
todo pelaje, es una trampa mortal para la clase obrera porque las fuerzas
armadas y de represión serán usadas para aplastar violentamente las luchas
obreras y populares, y tendrán la colaboración de los fascistas en esa tarea.
Los trabajadores necesitan tener su propia organización armada: piquetes y
milicias para enfrentar a los rompehuelgas, a los matones de los patrones y a
las fuerzas represivas.
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