En medio de la pandemia, los trabajadores en blanco y en negro, los jubilados y el pueblo en general estamos cada vez más pobres, sufrimos más suspensiones y despidos –Techint acaba de echar a 1.500 compañeros– y las correctas medidas de cuarentena nos hacen muy difícil y hasta imposible conseguir algún rebusque. Con muchas empresas cerradas, tampoco podemos organizarnos para resistir los atropellos de la patronal, que deja de pagar los salarios, o los baja recurriendo a los expedientes de crisis, mientras en las que abren violando la cuarentena, los patrones obligan a los compañeros a ir a trabajar en las condiciones que a ellos se les da la gana para explotarnos más y mejor, porque si faltamos nos despiden. Los trabajadores de la salud no pueden hacer un paro para reclamar que todos –médicos, enfermeras, camilleros, de mantenimiento, de seguridad, de limpieza– estén equipados con antiparras, barbijos y todo lo que haga falta para no contagiarse, porque parar significaría abandonar a los enfermos.
Pero no todos perdemos. También están los que se la siguen llevando en pala. Tanto los alimentos como los remedios están carísimos. La comida venía aumentando todos los días y sigue aumentando. Aunque el gobierno retrotrajo los precios y los congeló, los remedios, que ya habían aumentado muy por encima de la inflación antes del coronavirus, siguen costando una fortuna, y las prepagas, que también habían aumentado más que la inflación, siguen tan campantes con su negocio.
Los que se enriquecen a lo loco a pesar de este desastre tienen nombre y apellido. Para dar un solo ejemplo, allí está la familia Roemmers, propietaria de los laboratorios medicinales que llevan su nombre. Roemmers padre integró la lista de multimillonarios de la revista Forbes con una fortuna de más de 1.700 millones de dólares. Hace poco su hijo gastó 6 millones de dólares cuando festejó que cumplía 60 años armando una fiesta con cientos de invitados con todo pago en los palacios de Marrakech, una ciudad “imperial” de Marruecos, en el norte de África.
A los que cumplimos con la cuarentena nos dieron mucha bronca los tipos de clase media que se cagaron en la salud de toda la población violándola para irse de joda a la costa o a los countrys. Mucho más odio tenemos que sentir hacia los grandes capitalistas que hacen fortunas con los medicamentos, la salud privada y la comida.
Alberto Fernández denuncia que esos empresarios son un “vivos” y amenaza con aplicarles sanciones muy duras. Pero las sanciones, aunque sean multas muy grandes e incluso clausuras temporarias de sus empresas, no servirán de mucho. El costo de las multas lo pasarán a los precios, y saben que las clausuras no serán eternas. Y además, tienen todos los recursos para imponer su voluntad acaparando productos y provocando desabastecimiento cuando lo crean necesario.
Dicen que estamos en guerra con un “enemigo invisible”. Es cierto que estamos en guerra con el coronavirus, con los trabajadores de la salud, la seguridad, la recolección de basura y otros servicios en la línea del frente, y con el resto de nosotros en las trincheras de la cuarentena. Pero en una guerra también hay que combatir y acabar al enemigo interno, que son los grandes capitalistas nacionales y extranjeros que monopolizan los negocios de la alimentación y de la salud, que han subido los precios de manera descomunal. De los alimentos no hace falta dar números porque todos los sufrimos cuando los compramos. Sobre la salud, en el primer trimestre de este año, los insumos médicos aumentaron en promedio más del 22%, pero los que tienen que ver con el coronavirus aumentaron el 83% (255% los barbijos, 34% el alcohol en gel, 49% las antiparras).
¡Hay que acabar con este choreo!
La alimentación la controlan los monopolios de las materias primas (producción agropecuaria, lechería, pesca), de los que elaboran los alimentos, de los que los comercializan al por mayor y al por menor (supermercados, frigoríficos), y cada “estación” de esta “cadena de valor” está dominada por grandes capitalistas, que se pueden contar con los dedos de una mano. Lo mismo pasa con los medicamentos y la salud privada.
El presidente ha dicho que no quiere que los empresarios dejen de ganar plata; sólo les exige que “ganen menos”. Pero nadie puede saber cuánto están ganando de verdad porque los empresarios llevan una doble contabilidad: una en blanco y otra en negro. La que está en blanco es la que aparece en los balances, que son truchos porque se hacen para evadir impuestos, ocultar ganancias, acaparar productos para especular con los precios, lavar dinero, etcétera. La que está en negro es la contabilidad verdadera, la que cuenta de verdad cuánto están ganando y qué están haciendo con esa plata. Pero los buitres están protegidos por el “secreto comercial”, y por la sacrosanta propiedad privada que consagra nuestra Constitución, hecha a medida de los capitalistas.
No se puede acabar con el choreo en una “guerra” en la que no se toman medidas de guerra. El gobierno debe intervenir de inmediato las empresas culpables de los aumentos de precios, y abrir de prepo y hacer públicos los libros contables de los capitalistas de la alimentación y la salud, y hacer sus propias investigaciones. Pero los trabajadores no podemos confiar en los funcionarios del Estado, que recibirán millonarias ofertas de sobornos para ocultar la verdad. Los sindicatos, las comisiones internas y los cuerpos de delegados deben estar en primera fila exigiendo estas medidas y haciendo sus propias investigaciones. Pero no podemos confiar en los dirigentes que se enriquecen con las coimas que les dan los patrones, ni en esos delegados (no todos) que obedecen como soldaditos lo que mandan esos dirigentes. Sólo debemos confiar en nuestra propia clase, en nuestros compañeros de trabajo. Ellos conocen perfectamente cómo funciona la producción y la administración de cada empresa, y son miles los compañeros bancarios que los pueden ayudar a interpretar esos libros. Deben ser las bases las que elijan una comisión integrada por los compañeros en los que más confían para que, en conjunto con compañeros de La Bancaria, descubran y denuncien la verdad de lo que están haciendo los patrones.
Si hacemos esto, el gobierno se verá enfrentado a la realidad de que si a esos buitres se les respeta el “derecho de propiedad” seguirán haciendo lo mismo. Y deberá decidir si les sigue suplicando que “ganen menos” o toma una decisión “de guerra”: estatizar las empresas sin un mango de indemnización y ponerlas bajo control de los trabajadores.
Pero no todos perdemos. También están los que se la siguen llevando en pala. Tanto los alimentos como los remedios están carísimos. La comida venía aumentando todos los días y sigue aumentando. Aunque el gobierno retrotrajo los precios y los congeló, los remedios, que ya habían aumentado muy por encima de la inflación antes del coronavirus, siguen costando una fortuna, y las prepagas, que también habían aumentado más que la inflación, siguen tan campantes con su negocio.
Los que se enriquecen a lo loco a pesar de este desastre tienen nombre y apellido. Para dar un solo ejemplo, allí está la familia Roemmers, propietaria de los laboratorios medicinales que llevan su nombre. Roemmers padre integró la lista de multimillonarios de la revista Forbes con una fortuna de más de 1.700 millones de dólares. Hace poco su hijo gastó 6 millones de dólares cuando festejó que cumplía 60 años armando una fiesta con cientos de invitados con todo pago en los palacios de Marrakech, una ciudad “imperial” de Marruecos, en el norte de África.
A los que cumplimos con la cuarentena nos dieron mucha bronca los tipos de clase media que se cagaron en la salud de toda la población violándola para irse de joda a la costa o a los countrys. Mucho más odio tenemos que sentir hacia los grandes capitalistas que hacen fortunas con los medicamentos, la salud privada y la comida.
Alberto Fernández denuncia que esos empresarios son un “vivos” y amenaza con aplicarles sanciones muy duras. Pero las sanciones, aunque sean multas muy grandes e incluso clausuras temporarias de sus empresas, no servirán de mucho. El costo de las multas lo pasarán a los precios, y saben que las clausuras no serán eternas. Y además, tienen todos los recursos para imponer su voluntad acaparando productos y provocando desabastecimiento cuando lo crean necesario.
Dicen que estamos en guerra con un “enemigo invisible”. Es cierto que estamos en guerra con el coronavirus, con los trabajadores de la salud, la seguridad, la recolección de basura y otros servicios en la línea del frente, y con el resto de nosotros en las trincheras de la cuarentena. Pero en una guerra también hay que combatir y acabar al enemigo interno, que son los grandes capitalistas nacionales y extranjeros que monopolizan los negocios de la alimentación y de la salud, que han subido los precios de manera descomunal. De los alimentos no hace falta dar números porque todos los sufrimos cuando los compramos. Sobre la salud, en el primer trimestre de este año, los insumos médicos aumentaron en promedio más del 22%, pero los que tienen que ver con el coronavirus aumentaron el 83% (255% los barbijos, 34% el alcohol en gel, 49% las antiparras).
¡Hay que acabar con este choreo!
La alimentación la controlan los monopolios de las materias primas (producción agropecuaria, lechería, pesca), de los que elaboran los alimentos, de los que los comercializan al por mayor y al por menor (supermercados, frigoríficos), y cada “estación” de esta “cadena de valor” está dominada por grandes capitalistas, que se pueden contar con los dedos de una mano. Lo mismo pasa con los medicamentos y la salud privada.
El presidente ha dicho que no quiere que los empresarios dejen de ganar plata; sólo les exige que “ganen menos”. Pero nadie puede saber cuánto están ganando de verdad porque los empresarios llevan una doble contabilidad: una en blanco y otra en negro. La que está en blanco es la que aparece en los balances, que son truchos porque se hacen para evadir impuestos, ocultar ganancias, acaparar productos para especular con los precios, lavar dinero, etcétera. La que está en negro es la contabilidad verdadera, la que cuenta de verdad cuánto están ganando y qué están haciendo con esa plata. Pero los buitres están protegidos por el “secreto comercial”, y por la sacrosanta propiedad privada que consagra nuestra Constitución, hecha a medida de los capitalistas.
No se puede acabar con el choreo en una “guerra” en la que no se toman medidas de guerra. El gobierno debe intervenir de inmediato las empresas culpables de los aumentos de precios, y abrir de prepo y hacer públicos los libros contables de los capitalistas de la alimentación y la salud, y hacer sus propias investigaciones. Pero los trabajadores no podemos confiar en los funcionarios del Estado, que recibirán millonarias ofertas de sobornos para ocultar la verdad. Los sindicatos, las comisiones internas y los cuerpos de delegados deben estar en primera fila exigiendo estas medidas y haciendo sus propias investigaciones. Pero no podemos confiar en los dirigentes que se enriquecen con las coimas que les dan los patrones, ni en esos delegados (no todos) que obedecen como soldaditos lo que mandan esos dirigentes. Sólo debemos confiar en nuestra propia clase, en nuestros compañeros de trabajo. Ellos conocen perfectamente cómo funciona la producción y la administración de cada empresa, y son miles los compañeros bancarios que los pueden ayudar a interpretar esos libros. Deben ser las bases las que elijan una comisión integrada por los compañeros en los que más confían para que, en conjunto con compañeros de La Bancaria, descubran y denuncien la verdad de lo que están haciendo los patrones.
Si hacemos esto, el gobierno se verá enfrentado a la realidad de que si a esos buitres se les respeta el “derecho de propiedad” seguirán haciendo lo mismo. Y deberá decidir si les sigue suplicando que “ganen menos” o toma una decisión “de guerra”: estatizar las empresas sin un mango de indemnización y ponerlas bajo control de los trabajadores.
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